José María y Corina lo habían conversado en alguna de su tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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domingo, mayo 09, 2021

La sencillez de tu heredad

Mi madre, Aida Corral Macías, en Manta, c. 1945.

La modestia de tus actos fueron oraciones vespertinas

en un tiempo que aún creía en el sentido del rezo.

Tu sapiencia académica proviene del pan de cada día

en un hogar que daba gracias al cielo por él.

Tus lecciones de economía familiar —poética de la necesidad—

indispensables cuando el padre es el rostro de la ausencia.

Arroparse hasta donde alcance la sábana.

Saber que vendrá el tiempo de las vacas flacas

Y no desear los bienes del prójimo.

 

Nadie hablará de tu aporte a la democracia, excepto yo que fui testigo

de tu política hogareña, madre, que no amaste a tus hijos de la misma manera.

Nos amaste según la necesidad de amor

que cada uno requirió en su angustia de solitud.

 

Y por el blanco resplandeciente de tu cabellera

—en tu juventud, dulce de pechiche—

supe del color de la plenitud que emana una vida despojada de la fatuidad.

El tesoro que nos legaste, madre, es tu vivencia cotidiana del perdón humano.

 

Yo solo anhelo que los excesos de mi orgullo y la insaciable soberbia de mi Narciso,

en tu nombre, madre, en la vida tuya que nos bendice,

sean derrotados por la sencillez de tu heredad.


 

Estancia 6 de "Madre, sé que me nombras desde lo eterno",

en Mistica del tabernario, 2015.


domingo, marzo 25, 2018

Juan Ramón Jiménez, espíritu en mi poesía

En la Universidad de Maryland, marzo 2018

Durante muchos años fui un poeta vergonzante. Escribía mis poemas en papel de reciclar y los echaba sin piedad al cesto del olvido. No solo era que no hallaba mi propia voz, sino que tampoco encontraba asuntos para mi poesía. Entonces llegué a la Universidad de Maryland, con una beca Fulbright – Laspau, para hacer una maestría en Literatura Latinoamericana. El Departamento de Español y Portugués, donde estudié, queda en el edificio Juan Ramón Jiménez.
JRJ enseñó en Maryland, entre 1943 y 1951. El 23 de enero de 1956 fue nominado por la universidad al Nobel de Literatura, que recibió en ese año. La nominación, firmada por A. E. Zucker, e impulsada por Graciela Palau de Nemes, a quien conocí en 1996, una de las mayores especialistas en la obra juanramoniana, ponía énfasis en el valor de Platero y yo, como el “mejor poema en prosa escrito en español.”
A más de cien años de su aparición, hay que disfrutar en Platero y yo de esa mirada juanramoniana que poetiza el mundo y lo puebla de recuerdos; saborear esa prosa poética impregnada de la tradición romántica y de un modernismo sin japonerías ni cisnes, poesía que invoca tanto a Bécquer como a Darío. El narrador, mientras le promete que jamás hará de él un héroe charlatán de alguna fabulilla, le dice a Platero: “Tú tienes tu idioma y no el mío, como no tengo yo el de la rosa ni ésta el del ruiseñor.”
La lectura de la obra de JRJ, especialmente, Diario de un poeta recién casado (1916) y Animal de fondo (1949), me produjo un deslumbramiento: él construyó su poesía en la búsqueda de la expresión desnuda y el encuentro con un dios propio, como pasión de vida en sacrificio de la vida misma: “durante toda esta vida mía de libertad constante, he intentado comprender la verdad y la belleza, la belleza verdadera, esa belleza que está en todo, en lo llamado bello y lo amado feo”. Estudiando a JRJ, en sus memorables antolojías, descubrí la desnudez de la poesía y encontré la voz propia buscada. Él, lleno de interrogantes y conciencia de totalidad, dijo: “¿Mi mejor poesía? Mi obra en su conjunto.”
El viernes anterior regresé a la Universidad de Maryland y ofrecí un recital basado en Mística del tabernario, que contó con la presencia de mis queridos maestros del Departamento. En “Autorretrato, 2015”, abrí la lista de aquellos con los que he alimentado mis lecturas y mi escritura de poesía, con el de JRJ: “El acertijo de mundo que soy es poema / habitado por nombres que evoco en vano. // Trasparencia de rosa desnuda en jardín / que pregunta si soy Juan Ramón Jiménez…”
En la planta baja del edificio todavía está un busto de JRJ, en bronce; su nariz es de un amarillo refulgente por causa de la creencia estudiantil de que, frotándola, el alma del poeta contribuirá a una buena nota. No resistí la tentación de oficiar el rito, y el espíritu de Juan Ramón, diseminado en ese dios deseado y deseante, herético, creado a su semejanza, estuvo conmigo durante aquella feliz lectura, así como me ha acompañado en mi escritura poética.

Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 23.03.18

domingo, octubre 15, 2017

El sargento Terán recupera la vista


Sargento Mario Terán, el soldado al que le tocó ejecutar al Ché.

1967

En un villorrio de las estribaciones de los Andes bolivianos,
al sargento Mario Terán le han dispuesto ejecutar a un bandolero.

Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco.
Al verme dijo: “Usted ha venido a matarme”.

En La Higuera dicen que la orden vino de La Paz
y a Barrientos se lo han ordenado desde Washington.
¿Por qué a mí? —ojos de cuy acorralado, en su mano
una botella de singani barato es consumida sin tregua.

Yo no me atreví a disparar.
En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme.

El sargento conoce el ronquido de las armas escondidas
su cabeza es un fardo expuesto a las balas
y se sabe precario y prescindible en medio de la batalla.
Pero el cuerpo se le paraliza al entrar al aula de la escuela
el bandolero lo espera herido, desarmado,
sosegado ante la implacable certeza del combatiente.

Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma.
“¡Póngase sereno —me dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!”

La muerte es una certeza fría en la profesión del guerrero
la vida es el latido de las sienes y el dedo en el gatillo;
el resto es literatura.

El Ché fue ejecutado, hace cincuenta años, el 9 de octubre de 1967.

2007

El sargento Terán ha envejecido y sus ojos se opacaron
nubosidad cargada de tormentos
su mundo está poblado de sombras desde La Higuera.

Un médico cubano en misión solidaria opera
las cataratas del sargento Terán, en Santa Cruz de la Sierra.

Las sombras desaparecen, la nubosidad se disipa y tras la operación
el sargento Mario Terán vuelve a contemplar al bandolero
como lo vio en el breve momento antes de ejecutarlo.

Ante él permanece el Che, grande, muy grande, enorme.