José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).
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domingo, septiembre 15, 2019

La guardia roja de todos los tiempos


Mao Tse Tung y los Guardias Rojos. Ilustración de la Revolución Cultural China, 1966.
          
¿Qué habrá pensado el escritor Lao She durante todo el día de aquel 24 de agosto de 1966, frente al lago Taiping, en Beijing? En 1949, tras el triunfo de la revolución y la proclamación de la República Popular China, Lao She, que vivía en Estados Unidos, fue invitado a regresar a su patria. Lo hizo y fue proclamado un artista del pueblo. Cuando el 16 de mayo de 1966 el presidente Mao proclamó el inicio de la llamada Revolución Cultural, que se proponía purgar los restos del pensamiento burgués, empezó la caída en desgracia de Lao She, que, al criterio de los Guardias Rojos, personificaba “los cuatro viejos”: viejas costumbres, cultura vieja, hábitos viejos, y viejas ideas.
            Lao She fue detenido el día anterior y llevado al Templo de Confucio, en Beijing. Ahí fue interrogado, humillado y maltratado junto a otros intelectuales acusados de ser representantes del viejo “arte burgués”. Al final de aquel día, Lao She volvió a su casa con la obligación de regresar al día siguiente para continuar con la sesión de “autocrítica”. El libro rojo, de Mao, citaba una de las conclusiones señaladas en el Foro de Yenán (1942): «Nuestra literatura y nuestro arte sirven a las grandes masas del pueblo, y en primer lugar a los obreros, campesinos y soldados; se crean para ellos y son utilizados por ellos». Nada que recordara al arte burgués tenía cabida. La noche de aquel 24 de agosto, frente al lago Taiping, Lao She se sumergió en el agua hasta morir porque tampoco él tenía cabida en la revolución.
            Es popular la anécdota de fray Luis de León que, en 1577, al regresar después de cuatro años de cárcel a su cátedra de Teología en la Universidad de Salamanca, se dirigió a sus estudiantes con la fórmula habitual: «Dicebamus hesterna die... Decíamos el día de ayer...». Pero ese “ayer” se había iniciado el Jueves Santo del 27 de marzo de 1572, cuando fue conducido, por la Santa Inquisición, a la cárcel Valladolid. A fray Luis de León se lo acusó de criticar la traducción de San Jerónimo de la Vulgata y de traducir al castellano, sin autorización, El cantar de los cantares.

Fray Luis de León en el Patio de las Escuelas, Universidad de Salamanca.
            Gabriel Zaid, en su artículo «Fray Luis en prisión», aparecido en Letras libres, el 5 de noviembre de 2012, señala que fray Luis fue acusado, sin pruebas de que, en algún momento, había dicho que el Cantar era carmen amatorium, es decir, un poema erótico. Zaid señala respecto de la actuación del fiscal: «Fray Luis recibió en prisión las acusaciones y las refutó una por una. El fiscal, sabiendo que no tenía pruebas documentales ni testimonios convincentes, propuso algo monstruoso: “Pido sea puesto a cuestión de tormento hasta que enteramente diga la verdad.” El tribunal no se lo concedió, pero dio entrada al proceso». Como en todo proceso inquisitorial, no es el fiscal el que tiene que probar la culpabilidad, sino el acusado el que tiene que demostrar su inocencia.
            Es conocido que en la antigua URSS, estuvieron prohibidas obras como El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov, o El doctor Zhivago, de Boris Pasternak. También estuvieron vedadas para los lectores soviéticos las obras de Alexánder Solzhenitsyn. Tampoco Vladimir Nabokov era un autor permitido. Asimismo, es conocida la persecución del llamado Macartismo en los Estados Unidos, cuando cientos de artistas y miembros de la industria cinematográfica de Hollywood fueron perseguidos bajo la acusación de colaborar con el comunismo: el Comité de Actividades Antiamericanas, activo de 1947 a 1957, arruinó carreras y persiguió a quienes no se plegaron a la delación.
Todas estas prohibiciones y censuras se hicieron en nombre de un interés superior y, sobre todo, de una causa con supuestas justas intenciones para el punto de vista de quienes las llevaban adelante: la defensa de la fe, la defensa de un tipo de revolución social, la defensa de la democracia occidental. Pero es sabido, también, que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.
            Hemos aprendido, de manera dolorosa a lo largo de la historia, que los buenos principios ideológicos, religiosos, políticos conducen a una censura irracional y a una cacería de brujas. Lo políticamente correcto, que desde el cuestionamiento a la moralidad de artistas lleva a censurar sus obras, está incubando nuevas inquisiciones.

            Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, 13.09.19

domingo, abril 15, 2018

Viejas y nuevas inquisiciones


Novelistas malos y buenos (Bogotá, 1910), de Pablo Ladrón de Guevara S.I., es una obra en la que fueron juzgados 2.115 novelistas con el rasero de la moral católica. De la visión inquisitorial del jesuita no se salvó ni María, de Jorge Isaacs: “Es reprensible la morosidad en dar cuenta del baño que á Efraín preparaba María, esparciendo el agua de flores. Pase esto, sin embargo. Lo que no puede pasar es el pasaje de la ida de aquél [Efraín] con Salomé, joven harto ligera, por aquellas soledades del río, con lo demás que allí se cuenta. La sensualidad y peligro aquí nos parece claro, sobrando para los jóvenes lo inquietante y perturbador”. El moralismo para juzgar a la literatura puede causar hilaridad, pero cuando su brazo ejecutor dispone de la hoguera, aquel se vuelve siniestro.

Rosas para Stalin, de Boris Vladimirski, 1949.
El I Congreso de Escritores Soviéticos (1934) definió la estética del estalinismo: “El realismo socialista, método básico de la literatura y de la crítica literaria soviéticas, exige del artista una representación veraz, históricamente concreta de la realidad en su desarrollo revolucionario. Además, la verdad y la integridad histórica de la representación artística deben combinarse con la tarea de transformar ideológicamente y educar al hombre que trabaja dentro del espíritu del socialismo.” Desde entonces, lo que era una corriente literaria se convirtió en doctrina estatal con el objetivo de construir un hombre nuevo, pero que se tradujo en la represión de cientos de escritores y artistas en la Unión Soviética.

Dalton Trumbo, circa 1940.
Con el propósito de defender los valores democráticos de EE. UU. frente al totalitarismo soviético, el Comité de Actividades Antiestadounidenses (1938 – 1975) desató una cacería de brujas —con la persecución a escritores y artistas desatada por el macartismo (1950 – 1956) de por medio. De ella fueron víctimas Bertolt Brech, Dashiell Hammett, Charles Chaplin, entre cientos. Recientemente, la película Trumbo (2015), de Jay Roach, retrata la vida de Dalton Trumbo, novelista y guionista acusado de comunista, y recuerda la pesadilla que era enfrentarse a aquel Comité, definido por el ex presidente Harry Truman, en 1959, como “lo más antiestadounidense que hoy tenemos en el país.”

Auto de fe en la Plaza Mayor de Lima, 1605.
            Los principios morales del catolicismo, la sociedad sin clases del comunismo, la defensa de la democracia Occidental, son las buenas intenciones que han empedrado el camino al infierno de la censura y la persecución de artistas y escritores. Suenan bien al oído; parecería que defienden a la ciudadanía; pero, a pesar de los buenos propósitos, terminan por generar un componente fanático que condena y castiga cualquier disidencia. Hoy día, invocando la corrección política, se está produciendo una nueva cacería de brujas que, en nombre de causas loables, pervierte el sentido básico de la literatura, que suele ser una escritura a contramano de la moral y las buenas consciencias. De hecho, porque la poesía vive en tensión con el conocimiento y la educación es que Platón expulsó de su república a los poetas.


Publicado en Cartón Piedra, revista cultural de El Telégrafo, el 13.04.18
 

jueves, agosto 10, 2017

Arte, blasfemia y censura



"La civilización occidental y cristiana" (1965), León Ferrari, Banco de la República, Bogotá, 2011.
“Hoy me dirijo a ustedes muy dolido por la blasfemia que es perpetrada en el Centro Cultural Recoleta con motivo de una exposición plástica”. Así condenaba el entonces arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Bergoglio, la Retrospectiva: Obras 1954-2004, de León Ferrari (1920 – 2013), en diciembre de 2004. Lo hizo en una Carta Pastoral que fue leída en todas las iglesias de su arquidiócesis. El arzobispo Bergoglio llamaba a la feligresía a que “frente a esta blasfemia que avergüenza a nuestra ciudad, todos unidos hagamos un acto de reparación y petición de perdón el próximo 7 de diciembre”. La feligresía se tomó literalmente aquello de “a Dios rogando y con el mazo dando”.
Al grito de “¡Viva Cristo Rey!” destruyeron algunas obras de la exposición que fue clausurada por una jueza el 17 de diciembre. La presión social y otro fallo judicial permitieron que la exposición fuera reabierta. La retrospectiva de Ferrari, por supuesto, incluía el clásico “La civilización occidental y cristiana”, (1965): un Cristo crucificado en una réplica de un avión de guerra F-105, de los que utilizó EE.UU. en la guerra de Vietnam. En este caso, la obra, exhibida originalmente en medio de una guerra que causó aproximadamente cuatro millones de muertos y en donde los norteamericanos usaron bombas de napalm, es un ensamblaje, visualmente potente, que da cuenta del maridaje del poder militar y el poder eclesiástico aliados en lo que llamaron la lucha contra la expansión del comunismo, utilizando a la religión para justificar la guerra.

"Piss Christ" (1987), Andrés Serrano.
Es necesario mencionar también el escándalo acontecido alrededor de la fotografía “Immersion (Piss Christ)” (1987), del norteamericano Andrés Serrano. La crítica Lucy Lippard calificó la obra como “una misteriosa y hermosa imagen fotográfica [...] El pequeño crucifijo de madera y plástico se vuelve virtualmente monumental, ya que flota, fotográficamente ampliado, en un profundo brillo rosado que es a la vez inquietante y glorioso.” Los fanáticos religiosos alrededor del mundo no opinaron lo mismo y esta fotografía, supuestamente inmersa en la orina del autor, ha sido objeto de vandalismo en algunos lugares donde fue expuesta. Al D’Amato y Jesse Helms, senadores republicanos, se mostraron indignados de que Serrano hubiese recibido financiamiento del Fondo Nacional de las Artes para la realización de su obra.
En cambio, la monja católica Wendy Beckett, crítica de arte, en una entrevista con Bill Moyers, ya en 1997, remarcando que no es un gran trabajo, señaló que para ella la fotografía de Serrano no era ofensiva, puesto que “eso es lo que estamos haciendo con Cristo; no lo estamos tratando con reverencia; su gran sacrificio no es utilizado; vivimos vidas vulgares; ponemos a Cristo en una botella de orina; en la práctica, era una obra muy admonitoria.”
La fotografía es una pieza polémica sobre todo por la explicación verbal añadida, pues el autor dijo que el crucifijo estaba sumergido en su orina. Obviamente, la inmersión del crucifijo en una vaso de orina es una provocación sacrílega. Me recuerda a aquellos que gustan del ritual de una misa satánica, lo que vendría a ser una puesta en escena radical en términos sacrílegos. ¿Cuál es el elemento subversivo en esta propuesta escatológica? Estamos ante un caso más en que un objeto de mediocre valor artístico, por el hecho de escandalizar a las buenas consciencias, se convierte en un icono de la charlatanería que acompaña a mucho del arte conceptual.
No obstante mi apreciación estética, nada debe justificar que ese objeto que se proclama a sí mismo como objeto artístico sea objeto de censura o actos vandálicos. Aunque, viéndole desde otra perspectiva, el acto vandálico en sí mismo podría ser interpretado como una performance de crítica radical. ¿Qué tal si, en vez de darle martillazos, alguien decidía arrojar los excrementos de una bacinilla sobre la fotografía? ¡Shit happens!

"Mujeres en custodia", María Eugenia Trujillo.
En agosto de 2014, en el Museo Santa Clara, de Bogotá, la exposición Mujer en custodia, de la artista María Eugenia Trujillo, fue suspendida por un derecho de petición interpuesto por el político conservador Carlos Corsi Otálora, en representación de grupos católicos. En la denuncia se acusa a la exposición de Trujillo de pretender, desde el feminismo, “atacar los símbolos religiosos de la eucaristía y la fe cristiana en uno de los lugares de adoración, que es la custodia del Cuerpo de Cristo”.
La exposición constaba de varias custodias y relicarios que fueron intervenidos por la artista, con bordados, semejando una vagina. El crítico Halim Badawi escribió en Arcadia sobre la muestra: “Trujillo pone en discusión la masculinidad que ha servido como medida de todas las cosas y que ha derivado en vejámenes contra las mujeres: discriminación, inferioridad laboral, maltrato doméstico, ataques con ácido, violaciones sexuales, salarios menores, baja escolaridad y discriminación dentro de la Iglesia.”
En septiembre, el Tribunal de Cundinamarca levantó la suspensión y, en noviembre de ese año, un fallo del Consejo de Estado, recordando que el Museo de Santa Clara, no es templo religioso desde 1969, determinó que “no es válido restringir el derecho a la libertad de expresión de la artista”, puesto que el Estado, al definirse como laico, debe ser neutral en materia religiosa y la exposición pudo continuar abierta al público.
¿Es blasfema la obra de Trujillo? No solo interviene en un elemento altamente simbólico como es la custodia (aparte de los relicarios), sino que ataca la aceptación teológica de que en la hostia, conservada justamente en una custodia durante las procesiones, reside el sacramento de la fe católica. Sin embargo, los bordados, hechos con gusto primoroso, que simulan los labios vaginales, pueden ser vistos, también, como la encarnación de la vida en la exposición de la sexualidad femenina. En este caso, la blasfemia actúa como una propuesta subversiva del arte entendido como cartel político e ideológico. Vale la pena anotar que resulta paradójico, frente a quienes reclamaban respeto para un símbolo católico, el que la artista haya conseguido las custodias en un mercado de pulgas.

"Milagroso altar blasfemo", del colectivo boliviano Mujeres Creando. (Foto de John Guevara, El Telégrafo)
Inaugurada el 29 de julio pasado, en el Centro Cultural Metropolitano, de Quito, la exposición colectiva La intimidad es política, curada por la española Rosa Martínez, ha sido objeto de una condena moral por parte de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana, que señaló: “Los grupos organizadores de tal muestra pictórica, en nombre de la libertad de expresión, atentan contra los derechos fundamentales de otras personas que disentimos de sus posiciones ideológicas; pues supuestamente, luchan contra la homofobia, pero no dudan en promover la burla y la fobia contra los creyentes, particularmente contra los cristianos católicos”. (El Comercio, online, 1 agosto 2017)
De la exposición, el blanco de las críticas fue el mural “Milagroso altar blasfemo”, del colectivo boliviano Mujeres Creando. Por una demanda particular, el Instituto Metropolitano de Patrimonio ordenó el retiro del mural por cuanto había intervenido la pared de un edificio patrimonial sin los debidos permisos. La Secretaría de Cultura, buscando conciliar la normativa patrimonial y la libertad de creación, propuso al colectivo Mujeres Creando que monte en otra parte del Centro dicho mural pero hasta ahora, el colectivo se ha negado alegando que su obra fue censurada.
La negativa a cambiar de lugar el montaje de la obra puede explicarse por la defensa de los principios de la libertad de creación. El problema, en este caso, se agudiza por la condena que hizo la Conferencia Episcopal y la reacción de las autoridades municipales que, inmediatamente, impidieron la visita del público al lugar donde estaba expuesta la obra. Sin embargo, debemos considerar que, en función del activismo en el arte, siempre tendrá una repercusión política mayor el decir que la obra fue censurada, antes que aceptar la reubicación de dicho montaje, puesto que esto último podría ser considerado como una concesión a la censura.   
Los casos aquí planteados, aunque con matices que los hacen diferentes en la producción de nuevos elementos semánticos, son manifestaciones del arte blasfemo. Intervienen en la iconografía católica para resignificar, en términos laicos, dichos símbolos. Ciertamente este tipo del arte puede resultar ofensivo para las personas religiosas pero al mismo tiempo, también es cierto, el arte blasfemo genera interrogantes destinados a preguntarse por la función social que ha jugado la institución religiosa a través de la historia.
De la blasfemia surgen preguntas que podrían fortalecer la fe en la medida en que esta se cuestiona a sí misma. Al fin de cuentas, no es lo mismo la espiritualidad religiosa que la institucionalidad religiosa, esta última más ligada al poder mundano —político, económico, y, en ocasiones, violento y guerrerista—, del que se ha nutrido. En general, estas expresiones blasfemas cuestionan, sobre todo, el poder patriarcal y violento de la institucionalidad religiosa a través de la intervención subversiva de sus símbolos.

En la corriente de la blasfemia se incluyen también quienes gustan de escandalizar al buen burgués. Ya se han vuelto un lugar común, y por tanto, dejó de ser una propuesta subversiva, las intervenciones que se hacen de “La última cena”, de Leonardo Da Vinci. Parece que “La última cena” y “Halcones nocturnos”, de Edward Hopper, son cuadros apetitosos para aquellos que gustan de la parodia facilona. En agosto de 2005, la revista Soho publicó unas fotos de Alejandra Azcárate, hechas por Mauricio Vélez, parodiando la crucifixión y “La última cena”. Las fotos venían acompañadas de un aburridor artículo de Fernando Vallejo, pero en analizar el texto de ese hijueputica rococó no voy a perder tiempo.
El punto es que, si bien las fotos son de una sensualidad perturbadora, tanto por el fotógrafo como por la modelo, la blasfemia no dejaba de ser superficialemente hedonista: una mujer bella, de mirada seductora antes que doliente, con los pechos desnudos, estaba ocupando el lugar de Cristo en su sacrificio salvífico. La revista fue demandada en Colombia por grupos conservadores (en Ecuador, ese número no circuló: o sea, la censura, en este caso, vino desde adentro). El intento de castigar a la modelo y al fotógrafo se estrelló contra una realidad: los lectores de Soho saben a qué atenerse y los que no quieren ofenderse no deberían ni siquiera abrir la revista. Afortunadamente, para abono de la libertad artística, la revista Soho no perdió el juicio y Alejandra Azcárate no terminó bordando pañuelos en forma de vaginas en el Buen Pastor.

Evo Morales obsequió la escultura del P. Luis Espinal, S.J. al papa Francisco en su visita a Bolivia. La Paz, 8 de julio de 2015
El 8 de julio de 2015, durante la visita a Bolivia del papa Francisco —el mismo cardenal Bergoglio que acusó de blasfema la exposición de Ferrari—, el presidente Evo Morales le obsequió una réplica de la escultura que el sacerdote jesuita Luis Espinal hiciera en los 70. La escultura semeja un Cristo crucificado sobre un martillo que tiene como base una hoz a la que su mango atraviesa. Las críticas, sobre todo de los opositores políticos al proceso boliviano, no se hicieron esperar y las redes sociales estallaron: calificaron el regalo llamándolo desde “el Cristo comunista”, pasando por “la cruz blasfema”, hasta “ese adefesio”. El sectarismo político, tan nefasto como el fanatismo religioso, generó una conducta similar a la de quienes gritaron “Viva Cristo Rey” contra la exposición de León Ferrari.
Lo que ignoraban quienes criticaron el regalo es que Espinal fue un jesuita asesinado el 24 de marzo de 1980. La represión, como siempre sucede, empezó meses antes del golpe de García Meza y algunos activistas vinculados al movimiento popular y a la izquierda fueron secuestrados, torturados y asesinados. La cruz de Espinal, en el contexto personal del artista y político de la sociedad, en los que fue realizada, expone conceptualmente la cercanía del diálogo entre marxismo y cristianismo. Su representación es problemática en la medida en que combina símbolos de doctrinas históricamente excluyentes entre sí. Espinal, que también era poeta y cineasta reconocido, fue secuestrado a una cuadra de su casa. En 2007, Morales declaró Día del Cine Boliviano el 21 de marzo, la fecha del secuestro de Espinal. Y, frente a una montaña de La Paz, donde fue encontrado el cuerpo torturado de Espinal, el papa Francisco se detuvo y oró.
Los casos comentados aquí, además, demostrarían la fragilidad de la definición de arte, ya que arte vendría a ser, a fin de cuentas, lo que una curaduría, desde su particular subjetividad, define que es arte; y arte conceptual es lo que aceptamos, desde nuestra ideología, que así sea. Muchos de los que celebran el “Milagroso altar blasfemo” o el “Piss Christ”, denostaron en su momento la escultura de Espinal que Evo regaló al papa Francisco. Así las cosas, estaríamos ante una especie de religiosidad laica marcada por la ideología política de sus sacerdotes. Pero esto ya sería motivo de otra discusión.
En el arte, como en la vida, hay espacio para todos. Sin embargo, con la discusión sobre “Milagroso altar blasfemo” parecería que la capital ha renovado sus votos de ciudad franciscana. En síntesis, sería recomendable que los cristianos y católicos que pudiesen sentirse ofendidos por el contenido de La intimidad es política no vayan a la exposición. Es mejor que continúen caminando hasta la Compañía y otras: las iglesias y altares barrocos son esplendorosos aunque lleven la impronta de la explotación a indios y mestizos para su construcción. En todo caso, lo más importante es que nadie, en nombre de Dios, censure lo que, más allá de las personales creencias religiosas, otros sí quieren ver.