José María y Corina lo habían conversado en alguna de sus tardes de té y facturas: toda muerte engendra ausencias y cada ausencia es un pedazo de muerte que se adhiere para siempre a nuestra piel de solos.
(De El perpetuo exiliado, 2016).

domingo, octubre 29, 2017

La historia de Nay y Sinar en la María



La inclusión del relato de Nay y Sinar también es esencial en la composición de la novela. Si la historia personal de María empieza en Jamaica, en el seno de una familia judía, la novela María empieza en África, con el relato heroico de la vida de Feliciana, cuando ella era una princesa africana y se llamaba Nay. Así, la inclusión de la historia de Nay y Sinar (capítulos XL a XLIII) constituye una desconstrucción del carácter inhumano de la esclavitud y, sobre todo, teniendo en cuenta la fe religiosa de los personajes de la novela, esta historia es también la puesta en evidencia del carácter anticristiano de la esclavitud y el remordimiento profundo —en el sentido judeo-cristiano de la culpa— que genera en la familia de Efraín su condición de esclavista, aun cuando el trato que den a los esclavos sea paternal.
La narración de Nay y Sinar, testimonio doloroso sobre las luchas tribales en África y la trata de esclavos durante el siglo XIX, es pertinente a la estructura de la novela porque nos retrata el pasado de un personaje y no solo devela el proceso horrendo de la captura de esclavos sino que en esta singularidad queda visibilizada la historia de todos los esclavos del Valle. El viaje de Nay en un barco esclavista, desde África, coincide en Panamá con el regreso del padre de Efraín junto a María, desde Jamaica. El padre de Efraín paga por Nay, que acababa de alumbrar el hijo que tuvo con Sinar. Horas después le encarga a María, de tres años, que se había encariñado con Nay, que le entregue la carta de libertad. El norteamericano a quien le había pagado por Nay no comprende el proceder del padre de Efraín, quien le responde: “…yo no necesito una esclava sino una aya que quiera mucho a esta niña.”
Así es como Nay, que luego se llamará Feliciana, y su hijo Juan Ángel se relacionan con la familia de Efraín. Isaacs, por boca del narrador, nuevamente relativiza el bienestar de quien no es enteramente libre y ha sido arrebatado con violencia de su patria: “A los tres meses, Feliciana, hermosa otra vez y conforme en su infortunio cuanto era posible, vivía con nosotros amada de mi madre, quien la distinguió siempre con especial afecto y consideración.” (p. 231). La idea de esa conformidad de Feliciana en cuanto era posible es siempre remarcada. Cuando Efraín es todavía un niño, Feliciana le pide que le prometa que él los llevará a ella y a Juan Ángel al África. En el momento de la muerte de Feliciana, Efraín se acerca a la moribunda y le pronuncia a su oído su nombre verdadero: Nay.
En términos estéticos, la historia de Nay se enlaza en paralelo con la historia de Ester: ambas pertenecen a otro país, a otra cultura y son conversas al catolicismo. Tanto Nay, bautizada como Feliciana, y Ester, convertida en María, mantienen el orgullo de pertenencia a otra raza y ambas sufren un amor contrariado, aunque en el caso de Nay, la pérdida de su amado se debe a la crueldad de la caza de esclavos, y en el de María, a la presencia de una enfermedad incurable que vuelve imposible la consumación de su relación con Efraín. Así, el relato introducido aparentemente de manera arbitraria, se vuelve, a efectos de la composición, pertinente para ampliar los niveles semánticos de estas dos historias de amores tristes.
En términos políticos, la inclusión del relato de Nay y Sinar quiebra la armonía ideológica del particular sistema feudal, que aún tiene presencia esclavista, en el que viven los protagonistas de la novela y que es el mismo que vive Colombia durante la primera mitad del siglo diecinueve. Representa un instrumento crítico forjado en el seno del propio cuerpo novelístico que, desde el discurso del relato, cuestiona la realidad social no por disquisiciones filosóficas del narrador sino por la fuerza simbólica de lo narrado. En este sentido, el relato de Nay y Sinar permite una lectura de María como una novela nacional que no intenta el ocultamiento de las contradicciones de la nación en ciernes sino que las pone en evidencia y las vive como problemas inherentes al proceso de construcción del Estado colombiano.  
Doris Sommer, en un texto ya canónico sobre las novelas fundacionales del siglo XIX en América Latina, sostiene que el judaísmo de María y Efraín, “funciona como un estigma proteico que condena a los protagonistas de un modo u otro, como ‘aristocracia’ de hacendados debilitada por la redundancia incestuosa de la misma sangre, y también como disturbio racial entre los blancos” (Sommer, p. 226). A lo largo de su ensayo sostiene —si bien a veces sobre interpreta aquello que el texto novelesco dice—, que “la novela no es fundacional sino disfuncional al demoler cimientos y cancelar proyectos en una crisis indisoluble…” (p. 233), para concluir que “María o bien muere porque su judaísmo era una mancha, o bien porque su conversión fue un pecado.” (p. 243)
En estricto sentido, dado que el judaísmo es matrilineal, solo María es judía por cuando su madre lo es; no así Efraín cuya madre es una vallecaucana católica, muy a pesar del nombre hebraico y de la condición judía de su padre. Isaacs, además, siempre estuvo orgullo de su ascendencia judía y confrontó con entereza a sus enemigos políticos cuando éstos le enrostraron su judaísmo. En su poema “La patria de Shakespeare”, fechado en junio de 1892, Isaacs refuerza con orgullo su ascendencia hebraica: “¡Patria de mis mayores! Nobel madre, / De Israel desvalido, protectora, / Llevo en el alma numen de tus bardos, / Mi corazón es templo de tus glorias.” (Poesía, t. II, p. 182). Atribuir la muerte de María a su condición de judía conversa es una lectura que sobrepasa los niveles significativos que se desprenden del discurso novelesco; estamos ante una lectura teorética que busca que “el mal de María” calce como una anomalía en el marco de los romances nacionales en el siglo diecinueve.
Justamente por la ausencia de un discurso ideológico y político obvio es que María sigue cautivando a sus lectores aún hoy. En disonancia con otras novelas románticas que explicitan en sus texto narrativo determinadas tesis políticas, como Sab y su discurso antiesclavista, Aves sin nido y su alegato contra el celibato y la reivindicación indigenista, o Cumandá y el llamado a la integración de los pueblos indígenas a la nación mestiza; la novela de Isaac se centra en el desarrollo del drama amoroso de los personajes y, en lugar de optar por la ascendencia cronológica, Isaacs optó por el desarrollo de lo que ya estaba dicho desde un comienzo con el envío inicial de un narrador–compilador: “A los hermanos de Efraín”.
Dado que la historia amorosa se centra en la vida de los personajes y no en las contradicciones sociales, la novela ha terminado por ser considerada como un texto escapista, interpretando con ello que Isaacs pretendió escamotear la realidad de su época. Esto último no se sostiene pues María fue escrita por un intelectual completamente involucrado en las luchas políticas de su patria. La inclusión del relato de Nay y Sinar -que constituiría, metafóricamente, un alegato contra la esclavitud- parecería poner en tela de juicio esa visión de una novela María ajena a la problemática social de su época. Ademas, no fue Isaacs, precisamente, un hombre que escamoteara la confrontación ideológica y prueba de ello es el conjunto tanto de su obra como de su praxis.

domingo, octubre 22, 2017

María: influencias y diálogo intertextual


Estudio de Efraín, en la hacienda "El Paraíso", donde se desarrolla María, hoy museo en Santa Elena, Palmira, Valle del Cauca.

En la edición de María, de Garnier Hermanos, 1889, fue incluido el “Juicio crítico” que José María Vergara y Vergara escribió en junio de 1867, apenas publicada la novela.[1] Como si previera la repetición de lugares comunes respecto de la novela de Isaacs y su deuda con Atala (1801), de René de Chateaubriand, y Pablo y Virginia (1788), de Bernardin de Saint Pierre, Vergara señala las diferencias que existen entre María y dichas novelas. Remarca la autenticidad de la historia, la existencia cotidiana de los personajes y su drama, y la naturaleza verdadera de María frente a las excentricidades de las dos novelas europeas:

Hay criados, colonos, vecinos que se visitan y un perro viejo llamado Mayo; cacerías, pasiones, deudas, trabajo, pesares, esperanzas, intriga, personajes secundarios útiles; hay, en fin, todo lo que se encuentra en una cada. María y Efraín no son dos niños en una isla desierta, como Pablo y Virginia, ni dos jóvenes solos en el Desierto como Chactas y Atala; María y Efraín son dos jóvenes vestidos con telas europeas que vivieron en una hacienda del Cauca, se amaron, se fue él y… ¿para qué decir el fin de la novela? (p. 58)
           
            El exotismo de los románticos europeos es resultado de la construcción de un imaginario heredero del mito del buen salvaje de Rousseau. Lo que para Chateaubriand y Saint Pierre es la naturaleza exótica, para Isaacs es su naturaleza cotidiana y también su patria: en el capítulo II, cuando Efraín regresa, luego de seis años, desde Bogotá a su “nativo valle”, la emoción del personaje es auténtica, en términos de pertenencia a la naturaleza que admira, y no producto de una visión literaria de la naturaleza desde Europa: “Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso.” (p. 5)
A contrapelo de cierta crítica que sitúa a María como una imitación de Atala y de Pablo y Virginia, cayendo en posiciones neocoloniales, hay que reafirmar que, si bien nuestros románticos se formaron en las lectura del romanticismo europeo, todo lo que en Europa era reacción frente a las formas neoclásicas, en América fue actitud estética fundacional signada por la conquista de la libertad política de las nacientes repúblicas; y todo aquello que allá fue visto como exótico aquí fue la descripción de la naturaleza en la que se inscribía la cotidianidad del habitante americano. Pablo y Virginia está signada por las preocupaciones filosóficas y políticas de los europeos ilustrados de finales del siglo dieciocho. Así, hay que leer el juicio de Vergara cuando, con el lenguaje de la crítica subjetiva del siglo diecinueve, define la autenticidad de la novela de Isaacs: “Es la prosa de la vida vista con el lente de la poesía; es la naturaleza y la sociedad traducidas por un castizo y hábil traductor.” (p. 59)
La novela de Saint Pierre está atravesada por la tesis del buen salvaje de Rousseau: la historia de los dos niños, vecinos de una pequeña aldea e hijos de madres europeas, que crecen juntos, se da en una sociedad primitiva en donde sus habitantes viven felices, en armonía con la naturaleza; ese pequeño núcleo es perturbado por los prejuicios y la ambición de los miembros de la sociedad civilizada. La narración está llena de reflexiones filosóficas en este sentido y el final trágico de Virginia y Pablo aparece cargado con las connotaciones románticas que derivan de los amores contrariados y se cierra con una moraleja.
La novela de Saint Pierre poco tiene que ver con el espacio de María, que no es idílico sino histórico, con el protagonismo de una naturaleza incorporada a la vida social, con los personajes que participan de la trama y de las distintas historias que tienen lugar en la novela; con el conflicto amoroso de Efraín y María que surge y evoluciona con la naturalidad con la que se dan estas relaciones entre primos, u otros familiares cercanos, en las sociedades rurales endogámicas; y, sobre todo, con un narrador que no construye discursos pedagógicos sobre la bondad del mundo sino que ofrece un testimonio desgarrado de su triste experiencia amorosa.
Es revelador el escrutinio al que es sometida la biblioteca de Efraín por Carlos, al final del capítulo XXII. En primer lugar, los libros religiosos que todo hogar católico debía tener. Empieza por La Biblia, Denis de Frayssinous, autor de la Défense de christianisme et des libertés gallicanes, Cristo ante el siglo que, al parecer, se trata de una obra que corresponde a M. Roselly de Lorgues, con una edición en español de 1847, con el subtítulo de o nuevos testimonios de las ciencias en favor del catolicismo. El comentario del pragmático Carlos es “aquí hay mucha cosa mística”. En seguida, aparece Don Quijote y el subsecuente comentario del mismo Carlos: “Por supuesto: jamás he podido leer dos capítulos.” (p. 100).
Luego hace mención de Chateaubriand, una Gramática inglesa, algunos libros de Shakespeare, Calderón de la Barca para terminar con la Democracia en América, de Tocqueville. Asimismo, durante el escrutinio, se menciona la condición de poeta de Efraín, cuando en brevísimo asomo de sensibilidad hacia la poesía por parte de Carlos, este le pregunta: “¿todavía haces versos? Recuerdo que hacías algunos que me entristecían haciéndome pensar en el Cauca.” El espíritu pragmático de Carlos regresa inmediatamente a él pues, luego de que Efraín le responde que ya no escribe poesía, Carlos comenta de manera lapidaria: “Me alegro de ello, porque acabarías por morirte de hambre.” (p. 101).
Ni en el escrutinio de la biblioteca de Efraín, cuyos títulos pertenecieron a la biblioteca personal de Isaacs, ni en la biblioteca del autor —que fue donada por la familia del poeta a la Biblioteca Nacional, en 1938, y que consta de 155 volúmenes—, se encuentra el libro de Saint Pierre, Pablo y Virginia.[2] Anderson Imbert, que en su estudio preliminar a la edición de María, del Fondo de Cultura Económica, de 1951, sienta las tesis básicas para nuevas lecturas de la novela, comete en él, sin embargo, dos desaciertos. El primero es interpretar que Vergara y Vergara había “emparentado ambas novelas”, cuando Vergara y Vergara señala, más bien, las clarísimas diferencias que existen entre María y Pablo y Virginia. El segundo desacierto es decir que “No hay prueba de que Isaacs leyera a Saint-Pierre; tampoco la hay de que no lo leyera” (p. XIX), pues tal afirmación carece de sentido: no se puede probar lo que no es y si no existe prueba de que Isaacs haya leído Saint-Pierre significa que, hasta donde están las investigaciones, debemos entender que, efectivamente, no conoció la obra de Saint-Pierre antes de la escritura de María. Pudo, inclusive —y entramos en el terreno de las elucubraciones pero con un mínimo de sustento—, haber leído la novela de Saint-Pierre una vez que conoció el comentario de Vergara pero ya María estaba escrita y nada de lo que corrigió hasta la tercera edición la asemeja, en más o en menos, a Pablo y Virginia. Lo que existió, al igual que ha sucedido siempre, es la presencia del espíritu de la época. En palabras del propio Anderson Imbert, quien también relativiza el tema de las influencias: “No hay una fuente única; es todo un aire histórico el que Isaacs respira” (p. XX).

En cambio, sí resulta muy significativo el diálogo intertextual que Isaacs ha construido en la novela entre los protagonistas de María y la lectura que estos hacen de Atala, de Chateaubriand. Este diálogo permite no solo identificar un libro de la formación cultural del autor sino también entender una fuente indispensable para el romanticismo sentimental que cobija a los personajes de María. La influencia de Chateaubriand, como lectura necesaria en la formación literaria de la época, está planteada en la propia María y de dicho planteamiento Isaacs saca partido puesto que, como autor, erige en el mismo texto su propia tradición literaria y, al tiempo, genera un referente significativo para el amor de sus personajes. La lectura de Atala es un instrumento pedagógico de la educación sentimental de los protagonistas de María.
En el capítulo XIII, Isaacs plantea algunas claves de su novela a partir del recurso de poner a sus personajes a leer un drama literario que se convertirá en un drama paralelo a la realidad de la ficción novelesca en la que estos habitan: “Las páginas de Chateaubriand iban lentamente dando tintas a la imaginación de María.” (p. 39) Tanto en María como en Efraín, quien está leyendo Atala en voz alta para su hermana y para aquella, se cumple la ilusión de convertirse en personaje y participar de sus cuitas: “Luego que leí aquella desgarradora despedida de Chactas sobre el sepulcro de su amada, despedida que tantas veces ha arrancado un sollozo a mi pecho […] María, dejando de oír mi voz, descubrió la faz, y por ella rodaban gruesas lágrimas.” (p. 40)
Los personajes de María, que creen en la apasionada ilusión literaria del romanticismo, buscan un modelo estético para su desventurada relación amorosa; de ahí que Efraín se estremece al comparar a María con el personaje de Chateaubriand y, al mismo tiempo, ese estremecimiento se convierte en un indicio verdadero: “Era tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó. Nos dirigimos en silencio y lentamente hacia la casa. ¡Ay!, mi alma y la de María no sólo estaban conmovidas por aquella lectura, estaban abrumadas por el presentimiento.” (p. 40). Ciertamente, esta intertextualidad propositiva revela un cuidadoso esquema de composición de la novela por parte de su autor.

 
Referencias bibliográficas

Isaacs, J. [1867] (2005). María. Edición crítica de María Teresa Cristina. Bogotá, Universidad Externado de Colombia / Universidad del Valle.
Vergara y Vergara, J. M. (1885). “Juicio crítico”, en Artículos literarios. Londres, Publicado por Juan M. Fonnegra.


[1] Vergara también lo publicó en La Patria, el 10 de marzo de 1878 y lo incluyó en Artículos literarios, libro de 1885, de donde lo he tomado.
[2] María Teresa Cristina en nota al pie de página (p. 101) de la edición crítica de María, que estoy utilizando, describe los títulos de la biblioteca de Efraín que se encuentra en la biblioteca personal del poeta en el Fondo Isaacs de la Biblioteca Nacional, de Bogotá.

domingo, octubre 15, 2017

El sargento Terán recupera la vista


Sargento Mario Terán, el soldado al que le tocó ejecutar al Ché.

1967

En un villorrio de las estribaciones de los Andes bolivianos,
al sargento Mario Terán le han dispuesto ejecutar a un bandolero.

Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco.
Al verme dijo: “Usted ha venido a matarme”.

En La Higuera dicen que la orden vino de La Paz
y a Barrientos se lo han ordenado desde Washington.
¿Por qué a mí? —ojos de cuy acorralado, en su mano
una botella de singani barato es consumida sin tregua.

Yo no me atreví a disparar.
En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme.

El sargento conoce el ronquido de las armas escondidas
su cabeza es un fardo expuesto a las balas
y se sabe precario y prescindible en medio de la batalla.
Pero el cuerpo se le paraliza al entrar al aula de la escuela
el bandolero lo espera herido, desarmado,
sosegado ante la implacable certeza del combatiente.

Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el arma.
“¡Póngase sereno —me dijo— y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!”

La muerte es una certeza fría en la profesión del guerrero
la vida es el latido de las sienes y el dedo en el gatillo;
el resto es literatura.

El Ché fue ejecutado, hace cincuenta años, el 9 de octubre de 1967.

2007

El sargento Terán ha envejecido y sus ojos se opacaron
nubosidad cargada de tormentos
su mundo está poblado de sombras desde La Higuera.

Un médico cubano en misión solidaria opera
las cataratas del sargento Terán, en Santa Cruz de la Sierra.

Las sombras desaparecen, la nubosidad se disipa y tras la operación
el sargento Mario Terán vuelve a contemplar al bandolero
como lo vio en el breve momento antes de ejecutarlo.

Ante él permanece el Che, grande, muy grande, enorme.